
En los tiempos antiguos existió un reino ni grande ni pequeño, ni rico ni pobre, ni del todo feliz ni completamente desgraciado. El monarca del lugar gobernaba en ocasiones casi bien y en ocasiones un poco mal, como lo había hecho su padre, y el padre de su padre, y el padre del padre de su padre, y todos sus antepasados uno antes del otro hasta que se perdían en las sombras de la memoria, pues la estirpe del Rey era larga y el Reino pacífico y estable, y todos los monarcas habían muerto plácidamente de ancianos y en la cama. Sin embargo, nuestro Rey estaba envejeciendo y no conseguía tener descendientes. Había repudiado a diez esposas consecutivas porque ninguna le paría un heredero, y empezaba a desesperar, pues temía que con él se truncara tan extenso linaje. Una noche de insomnio se le ocurrió una idea: apresar a Margot, la Dama de la Noche, el hada más poderosa de su Reino, y obligarla a cumplir sus deseos. Para ello envió a Margot un emisario con ricos presentes y una invitación a la gran fiesta que daría en palacio con motivo del repudio de su décima esposa y de los esponsales con la undécima. El hada, que era alegre y coqueta, aceptó al punto, y la noche de la gran celebración llegó a palacio en una carroza tirada por ciervos con la cornamenta pintada de oro, y ataviada con un traje deslumbrante confeccionado con luciérnagas vivas...
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